Thieves by mistake [Priv.Ikki Yuri]

Todavía no entendía en qué se iba gran parte de mi sueldo cada mes. Bueno, sí, negarlo sería mentirme a mí mismo; el dinero se iba en ropa y modelitos nuevos. Lo que mi mente no había llegado a concebir era el por qué me veía tan tentado a llenar un segundo armario cuando el primero ya colapsaba con trajes, chaquetas y zapatos de todo tipo. Un armario que, cada vez que lo veía, solo me quedaba pensar en cómo se sorprenderían mis alumnos si le pudieran echar un vistazo para luego mirarme a mí, yendo con chándal día sí y día también. Pero partíamos de la base de que, si el propio profesor ya desacataba las reglas que había impuesto, ¿quién le haría caso en el resto de las normas? «Tampoco es que vayan a llevar otra cosa, a los niños en esta edad les encantan los chándal y los leggins…» pensé mientras negaba inconscientemente en un leve movimiento de cuello. Sintiendo los labios secos, saqué un pequeño bote de bálsamo del interior de la discreta gabardina gris que llevaba entreabierta y aproveché para darles brillo mientras me preocupaba por no manchar la camisa negra con algún movimiento inesperado o un empuje de alguien muy ocupado en mirar su móvil. Al fin y al cabo, no era el único en la calle, ni mucho menos; las calles llenas de comercios solían estar a rebosar de gente que no tenía nada mejor que hacer que cotillear escaparates y soñar con su próximo sueldo —o la paga de sus padres—. Sin pensarlo demasiado, guardé el pequeño botecito en un bolsillo distinto; los del pantalón gris que, a pesar de estar abarrotados con la cartera, las llaves y un teléfono, dieron permiso a compartir espacio con aquello.

Tras unos meses de paseos, teniendo en cuenta que tampoco había tenido muchas más oportunidades de compartir tiempo con gente más allá de mis compañeros de trabajo, podía decir que me sabía la zona al dedillo. Al fin y al cabo, estaban amargados en aquella escuela y solo un par de profesores más jóvenes —y aún así una década más mayores que yo— podían permitirse reírse ante un chascarrillo tonto. «El resto tienen un palo metido por el culo, como dicen los niños» pensé mientras se me escapaba una sonrisilla tonta y empezaba a mirar a mis alrededores, buscando alguna novedad en tiendas que ya había repasado una y otra vez. Podría ir a algún sastre para tener trajes a mi talla, o ropa confeccionada, pero las cifras que exigían por una sola camisa se escapaban —y por mucho— de un modesto sueldo de profesor recién llegado. Así que me tenía que aguantar con marcas baratas o falsas, que aun así costaban un ojo de la cara. «Ojalá me gustara ir siempre en chándal como a los niños…» dije para mí mientras acariciaba la cartera como quien se despide de alguien querido con la certeza de su muerte.

Y, a pesar de que todo cuanto veía era repetido, algo sí que captó mi atención. No fue el ojo sino el oído, que escuchó un pitido a la salida de una de las tantas tiendas, una alarma que atrajo las miradas de todos los viandantes y, para qué mentir, la mía también. Dos chavales, blancos como la harina, se enfrentaban a una mujer de facciones duras, ya curtida por lo que se veía en su forma de hacer las cosas. Di un paso en la misma dirección que seguía sin preocuparme demasiado por lo que parecía ser un intento de robo como otro cualquiera, hasta que escuché un susurro —por la distancia— en un idioma que no era el que predominaba en la ciudad pero sí entendía. Y no era inglés. Giré el cuello al entender las palabras y, viendo que otras tantas personas empezaban a emprender la marcha igual que yo, me escabullí entre unos pocos como una serpiente hasta que llegué a la parte de acera que le pertenecía a aquella tienda. «"Bucharisty"… No parecía mala tienda, aunque cualquiera se puede equivocar al contratar a alguien que no entiende de contenerse» pensé, sonriendo ladinamente mientras metía las manos en los bolsillos de la gabardina y me erguía un poco más de lo que era sano para la columna. Me acerqué a los tres, a este lado de las alarmas, mirando a la mujer con un gesto ya perfeccionado para generar desconfianza y sospechas. Con este tipo de gente era más fácil acercarse por las malas que por las buenas, ya que de otra forma se te subirían a la espalda.

— ¿Podría… permitirme hablar con los muchachos? —La vestimenta me hacía parecer mucho más mayor que ellos, aunque tampoco sabía qué edad oscilarían—. Algo me dice que no hablan su —y remarqué el "su" con cierta mala gana— idioma —Para ellos dos sería fácil entender de qué iba la conversación si tenían ciertas nociones de expresión corporal, supuse. Sin esperar más respuesta que un leve asentimiento, me giré con suavidad hacia ellos dos—. Quizás me entrometo en lo que no debería, pero no he podido evitar escuchar lo que habéis dicho. Ya que simplemente es una confusión, podría ayudaros como traductor —dije, relajando el gesto, con un japonés impoluto aunque algo carcomido por el tiempo. Llevaba mucho sin tener que usarlo, pero mi lengua materna no se me olvidaría jamás. Todo lo que me pidieran que tradujese, de no estar confundido con la situación, se lo transmitiría a la señorita de seguridad.

Ignorando las palabras de la que parecía a dos minutos de ser una persona furiosa, centré mis ojos en ellos dos esperando algún tipo de respuesta. No tardó en responder el chaval por los dos, claramente animado y, a juzgar por el tono, aliviado de tener a quien pudiera echar una mano en aquella situación tan peliaguda. Al fin y al cabo, viéndole la cara de malas pulgas a la mujer, quizás podría haber liado toda esta situación más de lo necesario solo para entretenerse. Al menos ya estaba seguro de que eran japoneses de pura cepa, y el acento no dejaba lugar a duda. No habían tenido el tiempo de empaparse en la forma de hablar que tenía la gente de Bucarest ni de perder aquella forma de hablar tan habitual del país. La chiquilla, algo más cortada y reticente a la hora de hablar, empezó a hablar con una educación que su hermano no parecía demostrar. Y no es que el chico fuera maleducado, nada más lejos, pero la chica tenía los modales de una persona formada en aquellos quehaceres. O quizás es que llevaba demasiado tiempo sin que alguien me tutease. Seguramente fuera eso, sí.

Sonreí en el instante en el que le escuché decir que no pensaba pisar la cárcel de ninguna forma porque no era un ladrón y, ahora teniendo claro que no era ningún tipo de delito sino una confusión que se había ido de las manos rápidamente, me erguí nuevamente y le dirigí la mirada a la mujer. Espetaba que le tradujese lo que estábamos diciendo, como si tuviera excesiva prisa por deshacerse de nosotros. «La tienda va bien por sí misma y la única que está molestando más de lo necesario eres tú…» pensé mientras le dirigía una mirada penetrante a sus ojos. La gente solía decir que podía resultar intimidante en aquellas situaciones, sumando mis gestos a lo afilado de mis ojos, así que me aprovecharía de aquello.

—Verá, han tenido una pequeña confusión a la hora de pagar, un pequeño despiste de parte del chico —La miré, sonriendo ladinamente tratando de aparentar una amabilidad que seguramente a ella le oliera fatal—. Iban a ver qué faltaba y pagarlo hasta que les empezaste a hacer preguntas; no hablan para nada bien el idioma —Sin esperar gran respuesta de parte de la segurata, giré el cuello para mirarles y les hice un suave gesto hacia la cajera mientras cambiaba mi acento por completo y el idioma de mis palabras cambiaba—. Pasad de nuevo por caja y enseñadle la prenda que os falta, no tendrán problema en cobrarla —Me giré, viendo quizás un palmo más cerca su cara, algo más roja de lo que la recordaba.

— ¿Quién te ha dado permiso para encargarte de mi trabajo? —Dijo en una ráfaga de palabras que habían perdido los modales, formas y paciencia. Aun así se controlaba, quizás más por mi porte que por respeto, pero no debía de ser difícil darse cuenta de que quería problemas. Di un suave paso hacia la derecha para ponerme en mitad de ambos y puse las manos frente a mí como símbolo de inocencia.

—¡No, no, no! Son alumnos míos, están de intercambio… —dije mientras sacaba del bolsillo del pantalón la cartera, y de ella, una tarjeta identificatoria como profesor del centro en el que oficiaba—. Tienen muchos problemas para socializar aquí, ciertos nervios y ansiedad por estar tan lejos de casa. Por eso le agradecería que no traumase a los chicos, y si necesita un plus por las molestias… —casi comenté para mí mientras metía el carnet en su sitio y dejaba entrever dinero de los pliegues del cuero—…se lo daré sin problemas. Simplemente quiero que su estancia aquí sea lo más agradable posible y vuelvan a Japón con una buena imagen de Bucarest —No sabía la edad de ambos, pero los rasgos asiáticos y sus aspectos jugaban a mi favor para hacerles parecer algo más jóvenes si se les planteaba como tal.

Ella, casi vomitando palabras sin mucho sentido, negó. No aceptó el dinero, por supuesto. Sería tratado como soborno de tomarlo y, más aún, seguramente pesaría en su conciencia, aunque tampoco parecía importarle demasiado. Por suerte, estaba hablando con un tono lo suficientemente alto como para que la dependienta me pudiera oír. La mujer no me creería, por supuesto, pero la gente alrededor sí. Estaba en una situación peliaguda y, como suele hacer la gente en momentos de tensión, decidió no hacer nada para estar más segura. Volvió a su posición y yo guardé mi cartera, dándome la vuelta y sonriéndole a los chicos mientras, suponía, ya terminaban de pagar.

—¿Cómo va todo? —pregunté desde la puerta. Los esperaría y los acompañaría, de salir, unos cuantos metros para asegurarme de que la mujer no les volviera a increpar nada. Por suerte, se me daba bien mentir.